miércoles, 13 de julio de 2011

Porque sí

Era consciente de que moriría, el día menos esperado se desplomaría y no volvería a abrir los ojos. No temía a la muerte, la abrazaría con regocijo, su enfermedad no le había producido más que una larga agonía y solo deseaba acabar con ese sufrimiento, con ese dolor que carcomía sus entrañas eternamente. Lo único que lamentaba era haber muerto sin haber dejado huella. Lo atormentaba pasar al otro lado sin pena ni gloria. Nunca había sido una de esas personas a las que realmente les importaba lo que le sucediera al mundo pero a medida que sentía los delicados brazos de la muerte cernirse sobre su piel supo que se arrepentía. Se arrepentía de todo, de no haber viajado, de no haber visto nunca un amanecer, de no haber podido entender que la vida es más de lo que se nos muestra, de no haber sido feliz, de ni siquiera haber intentado buscar la dicha. Había vivido su vida lamentándose, quejándose, despreciando y odiando… Ese odio, un lastre que se vería obligado a arrastrar toda su vida, lo que quedaba de ella. Había nacido con él y moriría padeciendo sus efectos. Ese odio que lo había privado de contacto humano, lo odiaba. Odiaba al ser humano, esa imperfecta máquina de matar. Detestaba su avaricia, su afán de aniquilar, odiaba pertenecer a una raza tan ruda, cruel y sedienta de sangre. Decidió que se iría con estilo; no quedaría uno vivo.

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